viernes, 26 de septiembre de 2014

Meditar

Meditar es una de las cosas más extraordinarias que me han pasado. Quizá junto con enamorarme la más extraordinaria. Comencé a meditar hace once años, y sinceramente no terminaba de entender qué había que conseguir meditando. Bastaba con poner la espalda recta y cerrar los ojos y luego seguir unas instrucciones que eran variables. A veces ni siquiera había instrucciones. Bastaba con sentarse y cerrar los ojos y observar. 
A veces me agobiaba meditando, a veces me aburría, casi siempre me sentía frustrado porque no conseguía nada. Y aunque seguía haciéndolo esporadicamente e incluso estaba apuntado a un curso de meditación semanal, terminé olvidándome de esa práctica. 
El año pasado volví a meditar, un poquito antes de comenzar el trabajo, un cuarto de hora, diez minutos, al principio sentí un gran cambio en mi vida y por eso supongo que seguí meditando a pesar de que esos resultados luego no fueran tan espectaculares. En junio, aquejado de un profundo dolor emocional comencé a meditar todos los días. De media hora a hora y media en diferentes sesiones, dependiendo del tiempo. Este ha sido uno de los mejores veranos de mi vida. Y es indudable que tiene que ver con la meditación, y sin embargo, durante este verano he tenido la sensación de que meditaba sin estar tan pendiente de lo que pudiera conseguir con la meditación o no. Hasta cierto punto claro. Porque eso se pasa por la cabeza con mucha facilidad ¿esto para qué? Con todas las cosas que parece ofrecernos la vida y el poco tiempo que tengo, y más teniendo en cuenta que uno de los presupuestos de la meditación es que no hay nada que conseguir ¿estoy dispuesto a renunciar a mis aficiones, mis costumbres en beneficio de sentarme durante media hora en una silla observando simplemente la respiración o los pensamientos, o las sensaciones en el cuerpo?

Una definición que me parece ajustada de meditación podría ser la escisión entre conciencia y mente. Cuando eso ocurre, no estamos en el lado habitual desde el que vemos el mundo sino desde un lugar nuevo, entonces surge un conocimiento particular, es un conocimiento que no se acumula, que ni siquiera podremos recuperar más tarde desde el recuerdo, y sin embargo es verdadera sabiduría. Al contrario que el conocimiento intelectual que tiene axiomas contrarios que funcionan de forma efectiva en según qué circunstancias, el conocimiento de la meditación es perenne. Y sus certezas no funcionan de forma lógica o empírica sino de modo, aunque la palabra es muy inexacta y no refleja lo que quiero decir, intuitivo. 
Meditar suele relajarnos, suele hacernos menos esclavos de nuestras pasiones y pensamientos irracionales, nos hace más sabios y mejores personas y sin embargo suele conseguir todo eso cuando perdemos nuestro sentido habitual de yo, cuando precisamente no nos importa nuestra imagen como personas, ni comparamos nuestra sapiencia con la del resto y cuando permitimos a nuestras pasiones y pensamientos irracionales que campen a sus anchas por nosotros. Es una contradicción claro, pero es que el mundo de la meditación está lleno de ellas, un lenguaje cifrado y ambiguo para algo tan evidente. Otra contradicción más. 
Además de estas ventajas que experimento cuando menos me importa experimentarlas, hay una cosa que cimenta mi práctica meditativa diaria. Durante mucho tiempo he tenido la sensación de que debía hacer algo útil con mi vida, escribir, o ser un buen profesor, ayudar a la gente, ser un buen hijo y un buen padre y un buen amigo, ser sensible y amoroso, combatir la injusticia. Y durante toda mi vida he tenido la sensación de que no lo conseguía, que no conseguía hacer eso todo lo bien que me gustaría. Qué nunca era suficiente. Que lo hacía mal, que no era buena persona. Meditar ha calmado esa inquietud. Sólo me preocupo de tener al menos media hora al día para meditar, ese es mi único compromiso auténtico, mi aportación al mundo, mi humilde aportación. Estar media hora cada día con la espalda recta, los ojos cerrados, observando.

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